Finalmente, ‘la chica del almacén’ –que había trascendido ya los murmullos de Merlo, un picante y “manipulado” debut y “ciertas intenciones” iniciales de una pista de baile en la que descolló–, se hacía gigante bajo el seguidor teatral de “la obra de mi vida”, señala con literalidad. Porque Pequeña gran mujer (Carlos Paz, 2016) fue la pieza autobiográfica con la que exorcizó mucho más que las consecuencias de su metro veinticinco. “Estaba consciente de mi privilegio. En definitiva, la gente me aplaudía por hacer eso que me daba un gran placer. Pero yo no era feliz”, recuerda Noelia Pompa (36). El guion la había empujado a cavar tan hondo en su propia historia que, “rozando viejas heridas”, llegó a sentir “el vacío total”. Fue entonces que, con “ese mal sabor por la caída de tantas fichas y agotada de fingir alegría, me fui. Me fui del país sin querer volver a un medio jamás”, revela siete años (y “mucha introspección”) después.
Aunque advirtiendo “voy a llorar”, acepta regresar a aquella sala de embarque en la que, en mayo del 16, sostuvo dos únicas certezas: el ticket de ida a Madrid y la propuesta (del mismísimo productor español Iñaki Fernández) para sumarse al espectáculo The Hole Zero, hoy leído como “un alineamiento del Universo” en ese momento tan definitorio. “No sabía qué sería de mí. Pero seguir a mi corazón me tranquilizaba”, cuenta sobre la decisión que enfurecería a Flavio Mendoza (48), productor de aquella pieza, creada para ella, de la que se bajó para emigrar. Callada y sin siquiera reacción al calificativo de “ingrata” por parte del acróbata, Noelia intentó escapar, entre otras cosas, de los ataques de pánico que la atormentaban en el marco de “una gran contradicción”, como señala. “Estaba trabajando muy bien y sabía que debía sentirme plena, contenta, afortunada por eso. Pero no podía. Esa discordancia me generaba el peso extra de la culpa. Y hasta entender la importancia de la salud mental, lo pasé muy mal entre la presión de la exposición constante y la necesidad de resguardarme”, comenta. “Porque al principio fue eso: pasarlo pésimo y buscar huir irracionalmente”. Que los problemas no quedarían en Ezeiza, fue algo entendió pasado el tiempo: “Y no tuve más alternativa que pararme frente a ellos y transitarlos. En tal caso, de eso se trata madurar”. A tal efecto, la pandemia resultaría, luego, la crisálida perfecta.
Pero antes, varios meses antes de pensar en hacer una maleta, Noelia detectó el hecho que, tal vez, marcó el inicio de una serie de eventos dolorosos. “Un día, dejé de sonreír”, revela. “Yo, que siempre había sido tan risueña, ya no me reía por dentro. Eso llamó mi atención, fue la primera gran señal. Así, “contra los prejuicios de una familia que consideraba que la terapia era para loquitos”, Pompa conoció el diván. Marta, su psicóloga (“quien más tarde me alentaría a irme, a salir al mundo en busca de otras cosas para mí”, como indica) fue clara. “Me explicó que yo estaba, justamente, en la antesala de la depresión”. Y el pánico no tardaría en llegar. “El miedo me paralizaba. Miedo a la gente, miedo a las situaciones, miedo a todo. Mirá, me acuerdo que era una tarde de domingo. De esos domingos de fútbol que dejan el barrio desierto”, relata. “Yo estaba en la vereda de la casa de mamá cuando vi a un chico correr hacia mí. Era un vecino que sólo quería sacarse una foto conmigo. Y eso me aterró. Entré desesperada, no sabía cómo describir las sensaciones. Porque esos ataques son ilógicos, literalmente creés que vas a morir. Se trata de minutos muy dolorosos para el alma”, describe.
“Me aislé. Cada vez más. Y la tristeza pesaba tanto que me veía en el subsuelo de la vida”, detalla Pompa. No obstante, cada noche debía salir a una pista, a un escenario. “Sí, tenía popularidad, el cariño de las personas que tanto me halagaban, y el laburo que muchos deseaban. Aún así, sentía un profundo vacío. No lograba descubrirle motivación a la vida, y eso me hundía cada vez más”, relata. “Por otro lado, supe ocultar tan bien todo ese pesar, que nadie jamás se dio cuenta de lo que padecía. Ni en mi equipo de trabajo, ni en Bailando, ni en mi familia, ni siquiera podía compartirlo con mamá, quien me acompañaba todo el tiempo”, recuerda. “Por ahí se me acusaba de habérmela creído, de soberbia, de presumida, de que el éxito se me había subido fácil a la cabeza. Y no, yo estaba librando una gran batalla interna”, cuenta. “Aprendí a disimular en eventos, en fiestas, en estrenos… Iba, tapaba todo con música alta, un par de tragos, y volvía rápido a encerrarme. Lo que se convertía en un trabajo extra y muy pesado. Con los años, luego de trabajar esa cuestión, me amigué, acepté y hasta abracé la idea de que soy solitaria. Que es parte de mi personalidad. Y que está muy bien volver a casa para estar conmigo misma”. Analiza que “pasé demasiado rápido de una vida de tantos ‘no’ a otra del ‘todo genial’. Y eso, claramente, me desordenó emocionalmente. Por eso necesité quitarme ese traje y volver a saber quién era”.
El camino de la meditación la condujo, tiempo después, hacia más interrogantes de cara al pánico, “por el que se siente una gran vergüenza hasta entender que no hay mejor cura que contarlo”, infiere. “¿Qué es lo debo aprender? ¿Para qué estoy tocando fondo? ¿Qué me quiere decir todo esto? ¿Qué está mostrándome que no logro ver?, me preguntaba. Y así me conecté conmigo por primera vez”, asegura. “Esos ataques me devolvieron otra idea de la muerte, de la naturalidad de lo finito. Me di cuenta de que había sido arrollada por la vorágine laboral, por ‘el pensar’ en masa y por las expectativas ajenas. Sí, estaba muy cansada de vivir en piloto automático”. El saldo positivo de esa trayectoria mediática fue sin dudas, “haber descubierto mi pasión, mi vocación por el baile y la actuación”, como señala. “Claro, el pánico podría asomar a raíz de esa no-aceptación de mí misma. Por esa necesidad de construir un personaje para el afuera. Yo había coleccionado demasiadas máscaras de mí misma para salir a la vida: en mi familia, en mi trabajo y entre amigos. Entonces me propuse ir quitándome velos, costumbres, creencias religiosas (ya no cree en Dios, tras su “crisis espiritual”) y hasta la concepción del éxito, que tantas veces va asociado al dinero y a la fama, cuando en realidad se trata de lograr estar bien con uno mismo”, define. “Hasta ahí, siempre había creído que la felicidad era estar alegre y finalmente aprendí que ser feliz es sentirse en paz, y que eso no es más que ser auténtica. Y hoy estoy en esa ruta de la autenticidad, del amor propio”, concluye. Y el marco natural que se dispuso fue tan pertinente como definitorio.
Atravesó el confinamiento en Cenicientos, un pueblo de 2.089 habitantes en la Cuenca del Alberche, Sierra Oeste de Madrid. “Ahí inicié un intenso trabajo espiritual, de profunda introspección. Entendí que debía aflojar con el látigo y correrme del lugar de víctima (que a veces nos queda tan cómodo), para escucharme, hacerme cargo de lo que sentía y dedicarme a sanar”, cuenta Pompa. Y es entonces que descubrió que gran parte de aquel pánico tenía raíz en dos grandes “marcas” de su más tierna edad, porque según dice: “Muchos adultos de hoy seguimos siendo niños heridos”. Sus meollos: “El bullying y la muerte de mi padre”. La primera cuestión resultó algo más surfeable. “Ser blanco de la discriminación, en una sociedad en la que las miradas pesan tanto, ha sido muy duro. Pero hace tiempo que logré correr el foco y dejar de señalar culpables por las burlas y los destratos. Hoy sé que quienes se dedicaron a eso, a lo largo de mi vida, no lo hicieron a propósito sino que estaban espejándose en mí. Que era gente infeliz”, cuenta. “Si bien, y lo digo después de haber viajado tanto, esa miradita es un rasgo de la condición humana, creo que el argentino es el más agresivo con el sarcasmo y chistecito”, cuela el dato. Creció “con la idea de ‘lo imposible’ siempre presente”, percibiendo que no encajaba “y que no encajaría jamás”, subraya. Hoy, queriéndose más y en un intento de “demoler viejos cánones”, revierte esos sentires con un “emprendimiento” que la entusiasma: el desarrollo de una línea de indumentaria y de calzado dirigida a la gente de talla pequeña “que no deje a nadie fuera del gran sistema”, acota. “Porque puede sonar banal, pero duele pasar la vida sin poder vestirse con lo que te gusta”. Después de todo, y aunque “sin ilusionar demasiado con que todo siempre será factible”, Pompa puede jactarse de “ser puente vivo” para que tantos excluidos puedan decir: “¡Mirá, la piba pudo!”.
Puertas adentro, la sobreprotección despuntó un segundo filo. “Soy la menor de cuatro hermanos”, cuenta respecto de Viviana (52), Cintia (42) y Miguel Ángel (41), con quien revela tener “relaciones distantes” debido a los viajes y al ritmo de cada una de sus familias. La atención puesta en ser la red contra cualquier daño externo, convirtió a Miguel Angel Pompa y a Nélida Maidana (73, una portera de escuela ya jubilada) en dos padres “malcriadores”, como define. “Con los años, y a pesar de una condición económica para nada holgada, entendí por qué yo había sido la única que estudió en un colegio privado (Bartolomé Mitre y Escuela Siembra). Claro, a mis viejos les aterraban las consecuencias que pudiera sufrir por mi condición física”, relata. “A mí nunca me dejaron ir a dormir a casa de mis amigas ni, mucho menos, a un pijama party, por ejemplo. Y, aún con 13 años, tenía prohibido cruzar la calle sola”.
Señala los miedos como una “pesada herencia” de la que también intenta desprenderse en este camino evolutivo: “El precio de no encontrar el equilibro entre el amor desmedido y la protección extrema”. Dice que investigando en pos de encontrar la raíz de este rasgo personal tan ligado al temor, reconoce el inicio en su concepción: “Yo nací en el 87, cuando todavía no había ecografías, y los médicos no eran optimistas sobre mi llegada. ‘No viene bien’, le dijeron a mamá. Y ella transitó su embarazo muy aterrada. Mi viejita vivió con miedo de que yo no pudiese valerme en la vida, de que nadie me diera trabajo, de que no hubiera futuro para mí. Quieras o no, uno absorbe y acarrea esas emociones, incluso, desde mucho antes de nacer. Ese sigue siendo un trabajo para mí. Porque los sobreprotegidos, muchas veces, seguimos sintiéndonos limitados para la vida”, reflexiona. “Nunca dejé de ser su bebota y aún le cuesta entender que hoy elija vivir en España. Trato de convencerla de que es el camino que me hace feliz. Pero todavía sufre por eso…”, explica. Reconocida Nélida, como su mejor amiga, esta nueva visita a la Argentina incluyó un plan exclusivo para las dos. Noelia la invitó a hacer juntas una expedición al Santuario Histórico de Machu Picchu, Perú. Y fue entonces que albergó, además, “la esperanza de convencerla para llevármela a vivir a Europa conmigo”, desliza.
Y es entonces que hablaremos de Miguel Ángel Pompa, el almacenero de Padua. “Un tipo de gran corazón que supo legar el respeto por el trabajo y el amor a la madre. Muy reservado, a veces hosco, seriote… Un carácter, quizás, producto de la dura infancia que había tenido que digerir”, define. “En casa no nos sobraba, pero tampoco faltaban las vacaciones de camping en Mar del Tuyú o en Entre Ríos. Todo se compartía, desde la afición por las artesanías a los discos de El Potro (con los que hoy evangeliza Europa), los de Moris o los de Vox Dei, que aún me conectan al viejito en los días más melanco”, dice . Y revisando los recuerdos de una presencia con partida prematura, Noelia rescata los amaneceres en casa. “Papá me despertaba con su sandwich de tortilla y un yogurt, antes de llevarme al cole en su bicicleta. Y al salir, me esperaba para hacer la tarea sobre el mostrador del almacén, siempre con el premio más esperado: los alfajores de merengue con mucho dulce de leche”, relata emocionada. “Ahí, en el local, me paraba sobre cajones de cerveza y me dejaba cobrar a los clientes. ¡Moría por ser cajera! Debe ser por eso que hoy soy tan buena administradora de mi dinero”, bromea. La crisis de 2001 resultó letal. “Mi viejo, acostumbrado a dejar sus problemas en el umbral de casa antes de entrar, nunca nos advirtió de la angustia que sentía por la situación económica que lo golpeaba. Hasta que, a sus 54, un pico de presión le provocó una falla cardíaca y murió”.
Noelia tenía 14 años y, según cuenta, la pérdida de su padre la sumió en cierto enfado. Al menos, esa es la lectura que hoy hace de aquel dolor tras su experiencia con el diván, la meditación y, por sobre todo, con la terapia de Constelaciones Familiares. “Entendí que, en realidad, esa chiquita quedó enojada con papá. Sí, mi gran protector había desaparecido de un día para otro. Y, ya de grande, debí dedicarme a sanar a esa niña abandonada. Porque así me sentí: muy abandonada”, explica. Un issue con consecuencias a futuro, porque como señala: “Eso afectó el modo de encarar ciertas cuestiones laborales y, definitivamente, mis relaciones de pareja, que son las que más te espejan en ese sentido. Principalmente, por el miedo constante al abandono que seguirá aflorando si no se lo trata debidamente. Una vez más, la clave está en hacerse cargo”. Veintiún años después (“y con todas las charlas pendientes”) sigue extrañándolo a diario. “Y recordarlo es tenerlo más presente que nunca”, asegura. “Muchas veces lo sueño. Y aunque entiendo que a la gente que pasó a otro plano hay que dejarlos en paz, cuando vuelvo a sentirme una nena miedosa, lo llamo y recibo señales”.
Fue una adolescente “de malos amores y otros tantos no correspondidos”, descubre. “Y hoy entiendo que así fue porque no me quería lo suficiente”. Comenzará por los tiempos de las primeras matinés, “en la que veía a mis amigas tranzar y me sentía super mal por no tener chance de elegir”. Se refiere a “estar con lo que venga, con cualquiera que me diera bola. Y no con el que me gustaba”. Por ende, “atravesé varios años de desvalorización de mí misma”, señala. “Cuando papá murió, yo estaba a punto de cumplir los 15, e hice un rotundo cambio de personalidad, supongo, resultado de esa sensación de desolación de la que hablé. Y empecé a salir, de noche y hasta de mí misma. Me convertí en una atrevida, en la dueña del mambo y ya no hubo quien me calmara. Sabía cómo comerme la noche y el mundo entero. Nada me cohibía si debía decir eso que pensaba a la cara de la gente y hasta a insultar si detectaba ojitos inquisidores. Fue el contrapunto perfecto de esa niña que fui, a la que le gustaba quedarse en casa porque ahí estaba segura y que soñaba con la ingenua utopía del modelaje”, detalla. Tal es así que, “rebeldísima y tal vez en busca de tantas respuestas”, inició sus estudios en la Facultad de Piscología, contra todos los pruritos familiares que ya ha mencionado al respecto. “Pero la dejé. Y la dejé para agarrar la calle”.
Según Pompa, “la calle fue el intento de tapar ese dolor que no podía arrancar de mí, ese duelo por la pérdida de papá que nunca había logrado hacer y que dos décadas después sigue pesando, aunque con otra conciencia”. ¿Drogas? “Sí, claro”, revela. “He probado, y creo que no está mal hacerlo”, suma a la vez que advierte que no dirá cuáles. Su “adicción”, prefiere decir, estuvo ligada al alcohol. “Vivíamos en pedo, de joda en joda. Fue mi versión más salvaje. ¡Pero ya llevo un añito sin tomar!”, adelanta con orgullo. Así conecta con otra afición descubierta en pandemia respecto de ese sentimiento: Desde entonces, Noelia se avocó a la reconstrucción de su genealogía. “Estoy profundamente enganchada con conocer a mis ancestros y me enteré de que tuve una bisabuela alcohólica”, comienza. “Mamá siempre me contaba que, esta señora (su abuela), iba tan borracha que, al salir con ella por la calle, la llevaba a la rastra. Como podía. Y esa anécdota luego se convirtió en un camino para entender que yo, la más zarpada de sus bisnietos, tal vez tenga la misión de cortar con esa toxicidad. Y seguramente esté sanándola a ella”.
Abriremos aquí un paréntesis para contextualizar sus búsquedas. Noelia ya había comenzado a transitar los beneficios del Yoga y la Meditación antes de radicarse en España. Pero subida a ese tren de la espiritualidad del que hace mención, y ni bien habilitadas las primeras salidas durante la pandemia, decidió ir más allá. “Me propuse estudiar algo que resultara útil para mi alma pero que a la vez me permitiese las herramientas necesarias para ayudar a la sanación de otras personas”, cuenta en pos de “retribuir a la vida por lo generosa que ha sido conmigo”. Fue así que inició el instructorado de Reiki. Ya es casi erudita en energías y lleva piedras “poderosas” en sus carteras. Inagotable, se adentró, además, a la apertura de los Registros Akáshicos, que consiste en la lectura consciente de la información que acumula el alma para intentar el entendimiento del origen y la superación de diversos miedos, ataduras, conflictos y dificultades familiares. Pronto, las Constelaciones Familiares derivaron en aquella necesidad que acaba de plantear respecto de sus ascendentes. “Una mañana me comuniqué con el párroco de una de las iglesias de Salamanca (Castilla y León, España) para que me ayudase a localizar cualquier documentación sobre mi bisabuelo, nacido esa ciudad. Y los 3 días estuve ahí, en la tierra que él mismo caminó, llevándome conmigo parte de mi historia desconocida”, narra Pompa. “Ahora estoy rastreando sitios de Salerno (Nápoles, Italia), desde donde embarcó mi bisabuela, gracias a una prima que encontré investigando qué hacían, cómo eran, a qué se dedicaban y de qué murieron tantos miembros de la familia que uno nunca ha tenido en cuenta y a los que le debemos estar aquí. Y a quienes les agradezco, porque sé que están dándome fuerzas. Ya no es mi viejo solo, ahora tengo una tribu que acompaña muy de cerca”.
A propósito de aquella indagación, y por el momento, cuenta que, “siendo una enfermedad hereditaria”, no hay rastros de pseudoacondroplasia en las líneas familiares. “Recuerdo que a través de uno de los tantos estudios genéticos (y de otro tantos tipos) que me hicieron en el Garrahan a lo largo de mi infancia, los médicos detectaron que el origen de esta anomalía proviene de parte paterna”, explica. “Si bien a mi hermano se le nota muy poco, yo sería la única persona de talla baja entre todos los Pompa”. De camino, menciona la insistencia de los especialistas para que hiciera deportes desde muy chica (el baile, la natación y el patín artístico fueron de la partida) en vías de la estimulación muscular y la inquietud por la cirugía que “afortunadamente” decidieron esquivar. “Estuve a poco de someterme a la Técnica Ilizarov para el alargamiento óseo, pero yo no la necesitaba. Mi salud no corría riesgo como en el caso de muchas otras personas que ven afectadas sus caderas y sus columnas”, remata. “Se nos planteaba un tratamiento casi tortuoso y de años de sesiones rehabilitantes. Y en realidad –recuerda– así yo ya era feliz”. No dará por finalizado este párrafo sin otra reflexión en tránsito. “Sí, debe ser sensacional ser linda y alta. Pero me llevó más de tres décadas darme cuenta de que nadie es realmente bello sin cultivar el alma, sin el trabajo interno de esa paz personal”, subraya. “Y creo que, tal vez, yo haya venido al mundo a contar eso”.
En fin y volviendo al eje. Fue durante ese período (principios de 2000) y en el contexto ya planteado de tantas irreverencias, que Noelia dice haber comenzado a experimentar una nueva relación con su cuerpo y hasta a vencer sus propios prejuicios para “permitirme ser sexy, sensual y más libre”. De hecho, fue contratada como stripper en una disco que la anunciaba como la gran atracción. Es así que hilvana otro pasaje: “Yo no tenía tetas…¡Nada! Y a los 22, cuando empecé mis participaciones en los medios, me importaban más las lolas que mi altura. Necesitaba quebrar con aquel cuerpo de niña”, relata respecto de la ayuda que recibió, a tal fin, por el ciclo Infama (América). “Y hoy, con 36, quiero quitarme los implantes”. Eso también es parte de este “nuevo presente del despertar”, como define.. “Necesito conectar con la autenticidad, con mi naturaleza, con la verdad de quien soy. Otra de las capas de las cuales intento desligarme en este proceso”, explica. En 2011 llegaría “el batacazo” que significó Bailando por un sueño (eltrece), certamen que le valió un bicampeonato. “Lo que cambiaría mi historia y sorprendería a muchos”, define respecto de la sospecha de lo que pudo ser una trampa. “Porque siempre intuí que mi dupla con Hernán Piquín (50) había sido pensada para la risa. Y nunca me senté a hablarlo con Marcelo (Tinelli, 63) ni con la producción, porque no hubo tiempo. Ni bien salimos a la pista se dio vuelta toda posible intención, cambiando la percepción de todos y hasta la mía sobre mí misma”, señala.
Pero un rato antes, La Pompa de 2008, que visitaba los estudios televisivos como líder de Las Chikis, tal vez, la versión femenina de Los Grosos, se pone bajo el foco de esta charla. Al tema “Me hice nana”, siguió “Oliendo braguetas” y, más luego el hit de su carrera solista: “Haceme la có”. “A la distancia, me da ternura la piba que fui. Picante, pero demasiado ingenua”, sentencia. “Claro que hice muchas cosas que no me gustaban y aún así no me arrepiento. Si renegase de ese pasado, no estaría aceptándolo y, por consiguiente, mi transición no sería tan tranquila. Después de todo… ¡En aquel momento jamás hubiese imaginado que, luego, sería tan popular!”, suelta con gracia. “De haberlo sabido me hubiese ahorrado algunas declaraciones”, dispara, entre tanto, respecto de algún titular mentiroso que rezaba: ‘Tuve sexo con Cristian Castro’, por ejemplo. “Yo era muy chica y no decía lo que quería. Me dejaba llevar por la vorágine de un medio que empuja a hacer cositas… Pero sirvió, porque desde este lado de mi vida, tengo muy en claro que este es un ámbito del que puedo salir y volver si quiero. Y si no soy aceptada, ya no desvela. Porque ya me siento segura de poder encontrar en mí alguna otra faceta que me deslumbre”.
Tomando el hilo de las relaciones, hablaremos de amor. Hasta donde sea posible, claro, porque no suele abrir esa puerta. “Los sentimientos siempre han sido mi tesoro más preciado, al que resguardo muy celosa”, cuenta. Dice haberse enamorado por primera vez (“entendiendo por eso al amor libre y vivido a pleno”) recién a los 30, tiempo después de su arribo a España. No será elocuente al referirse a David, el cocinero madrileño con quien compartió los últimos seis años. Pero ya es mucho que lo admita como “mi gran amor”. ¿Por qué tardó tanto en alcanzar un vínculo como el que describe? “Porque me lo permití. Finalmente me permití ser”, anuncia. Y eso tiene mucho que ver con la sensación de jugar de visitante y el provecho del anonimato. “Al debutar en los medios, bloqueé ese aspecto de mi vida. Tapé y negué varias de mis relaciones (algunas muy largas) acostumbrándome así a amar a escondidas. Sí, oculté parejas a la prensa y hasta a mi círculo más íntimo”, confiesa. “No quería que me viesen con alguien en lugares públicos por temor a los cuestionamientos, a los comentarios, a las opiniones… Admito que fue una forma cobarde de preservarme a mí y a quien estuviese conmigo. Un mambo muy propio contra la mirada ajena, que también fui desactivando al entender que cualquier juicio es problema de un otro”.
Noelia Pompa como La Conchis, sobre el escenario de The Hole Zero en su gira por España
Fuente: Infobae